Como reza un conocido dicho popular “recordar es volver a vivir”. Son pocos los que se resisten a rememorar aquellas experiencias creadoras de sus mejores recuerdos. Un entretenimiento que puede dar lugar a un lucrativo negocio.
En la conocida calle Barquillo de Madrid nos abre la puerta de su comercio José Luis. Macchinine, que quiere decir “cochecitos”, arrancó hace diez años cuando un grupo de coleccionistas de miniaturas de coches descubrió que en Madrid no había ninguna tienda en la que conseguir piezas para su colección. Lo que comenzó como un establecimiento dedicado a juegos como el scalextric, ha diversificado su oferta. Hoy en día éste es punto de encuentro obligado para todos los que coleccionan coches de juguete. Su almacén cobija a más de 14.000 automóviles, alguno de los cuales tienen un valor casi prohibitivo. El coche más caro que se ha vendido en este establecimiento fue un Bugatti de scalextric. “Estaba hecho en Francia por una persona que lleva muchos años trabajando en su taller haciendo coches a medida. Me pagaron 18.000 euros”, recuerda José Luis.
La pasión que despiertan los coches en miniatura es fiel reflejo del valor, tanto económico como emocional, que ha adquirido lo antiguo. No hasta hace tanto comercializar con juguetes viejos era considerado casi que de locos, hoy es una gran fuente de ingresos.
A la tienda de José Luis suele acudir con frecuencia Ricardo. Un jubilado enamorado del automóvil. Hoy viene a ver si puede cambiar un Cadillac del 70, del que no le agrada el color, por otro más acorde con sus gustos. Al final encuentra lo que desea.
Ricardo lleva muchos kilómetros recorridos. Nació con la llegada de la II República, y cuando apenas levantaba dos palmos del suelo algo cambio su vida para siempre. “A los cinco años vi por primera vez el dibujo de un coche. No había visto ningún coche y cuando vi el primero, pues no lo olvidé más y hasta ahora….Usted no ha visto coches de verdad, un cadillac, un Alpine, un Lotus... Eran bellísimos, con unas líneas en las que no sobraba ni faltaba nada. Eran perfectos”, comenta.
Esta es afición costosa, que llevada al extremo puede derivar en una enfermedad que acabe con la ruina de quien la practique. Aunque no siempre tiene porque ser así. Ricardo afirma no haberse gastado tanto dinero. Dice que “lo mismo que alguien que va al futbol o al teatro.” “Lo que me gusta no es caro. Lo que te divierte no tiene precio”, apostilla.
Pero no toda nostalgia evoca una etapa especial de nuestra vida, también extrañamos nuestra tierra. Así lo piensa Belén, casi vecina de José Luis, que regenta Casa Postal. Un almacén de recuerdos en el que se puede encontrar casi cualquier postal que se haya fabricado. Aquí hay cerca de un millón de enlaces con el pasado.
Casa Postal nace hace un cuarto de siglo, cuando el padre de Belén decide dejar la multinacional para la que trabajaba y dedicarse hasta lo que entonces tan sólo era una afición.
Belén cree en la idea cada vez más defendida de que la nostalgia es un buen marketing. Una creencia que se le reafirma cada vez que ve a su padre que también es coleccionsita. “Yo a mi padre lo comparo con los niños que coleccionan cromos. Se vuelve loco cuando encuentra una postal que no tiene. Ahora en Internet, que también hay subastas, dice, lo quiero, lo quiero…”, señala Belén.
Lo bueno del coleccionismo de la postal es que no se acaba nunca. Además, debido al alto valor emocional que atesora, no de tanto en tanto, depara momentos mágicos como recuerda nuestra vendedora: “Una vez entro una mujer a la tienda por curiosidad y me pidió que le enseñara postales de su pueblo. Y lo que es la vida, se encontró con una postal que había escrito su abuela. Naturalmente la compró. Que sorpresa se llevó”.
Éste es el reencuentro con nuestro pasado más afectivo y personal. Aunque en Casa Postal no sólo hay sitio para las postales. Tiene uno de esos escaparates ante los que es imposible no detenerse: muñecas antiguas, juguetes, cajas de latón, carteles se amontonan en él. Un sinfín de objetos que llaman nuestra atención apelando a los años ya vividos.
Una historia, la historia de la vida de cada uno, que se ha escrito y se sigue escribiendo con pluma estilográfica, o así lo cree Carmen, la segunda mayor coleccionista de plumas clásicas del mundo, aquellas fabricadas antes de 1960.
La afición de Carmen por las plumas la heredó de su padre, quien siempre escribía con una Parker 51. Desde pequeña a Carmen le fascino aquel pequeño cilindro que dejaba plasmado sobre el papel ideas y pensamientos. Una afición que la ha llevado a recorrer medio mundo, asistiendo a numerosas ferias internacionales, siempre en busca de la estilográfica que le falta. “Cuando encuentras la pieza es el éxtasis. Por fin la encontré y luego… a disfrutar”, señala.
Carmen cuida sus bienes más preciados con esmero y dedicación. Procura que siempre estén en estado optimo. Ella, junto con Belén y José Luis son un claro ejemplo del valor económico que tiene la nostalgia. Un negocio que mueve cientos de millones al año, camuflado bajo el fino velo del sentimiento y el recuerdo, porque al fin y al cabo, ¿qué hay más valioso que lo que hemos vivido? Tal vez sólo lo que nos quede por vivir, pero eso, por ahora, no se puede comprar.
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